Rincones Cotidianos

jueves, enero 03, 2008

Que ganas de contar un cuento

Hace días que ando con ganas de contarles un cuento, y no un cuento de esos que hay en la oficina que si no se quien anda con el otro y que si fulanito le da vuelta a la esposa, sino un cuento para contar, para entretener, el problema es un tema de extensión, evidentemente nadie se va a leer las veintiresto páginas que compone cualquiera de los cuentos que me gustaría contarles, así que para no aburrir demasiado (ojo que dije demasiado no garantizo el no aburrimiento) se me ocurrio que voy a pegar unos extractos de un cuento, sí yo sé que no es lo mismo, que no cumplo con contar nada, pero bueno al menos voy a pegar unas escenillas de algún cuentillo de los que tengo por ahí, para que pasemos el rato...

A las ocho de la mañana, como durante los últimos ocho años, tomó el autobús en la paradita que queda frente a la pulpería de Don Fernando, a las ocho treinta ya había llegado a la oficina, le sonrío a la secretaria del primer piso, que tenía ya algunos meses en el puesto, pero él no había cargado el valor suficiente para hacer algo más que actuar recíprocamente con una sonrisa y de vez en cuando un corto hola o adiós. Tomo el ascensor hasta su oficina el cuarto piso, que en vez de ser una oficina era un pequeño cubículo arrinconado detrás de la basta y espaciosa oficina del jefe, con su minigolf propio y todo, pero él no se dejaba apantallar, tenía su tablero de dardos detrás de la puerta, no era conformista, pero ciertamente no ocupaba un espacio mayor, era feliz mientras no pensara en ello [...]
No obstante su vida le parecía vibrante, tal vez era por la diversidad de pensamientos que daban vuelta en su cabeza, era como si tuviera su propia dimensión, pero era justo en esos momentos en que lo despertaban de su sueño mágico las blasfemias que el viejo gruñón de su jefe vociferaba a los cuatro vientos luego de mencionar las cuatro letras que formaban su nombre “José” (su nombre eso era algo que aún recordaba) ese nombre que tantas veces había pensado el por qué se lo habían puesto, por simplicidad pensaba, tan corriente, José, ni siquiera un José Luis, un José Alberto, un José algo, pero no, el era José a secas, que después sus amigos cambiaron por Jose, no podía entender por que ni siquiera poseía un diminutivo, como sus amigos, memo, beto, tantos que habían, estos pequeños detalles eran los que para Jose se convertían en un problema gigantesco, algunas veces se ponía triste y pensaba que quizás su nombre era como él, “tan sin gracia”[...]
Bueno, regresando a aquel día que nos interesa, no eran ni las diez de la mañana pero ya había tenido llamadas de clientes insatisfechos, que le exigían realizar mejor su trabajo y sin ninguna clemencia terminaban con la frase –“Póngame a su Jefe”- y justo después de cada llamada el jefe salía y lo miraba de una forma que le hacía pensar –Ay si las miradas mataran – pero aún no le había dicho nada y el esperaba que continuara así, no por mucho tiempo, sólo por unos dos o tres años (ínfima era su petición, o al menos así lo pensaba)[...]

Ya eran las doce, escuchó las voces de sus compañeros -¿Jose vas a salir a almorzar?, y como siempre el viejo Jose (por decirle de algún modo) se levantaba refunfuñando acerca de cómo los placeres del cuerpo se anteponían a las necesidades de su mente (nunca pensó que comer también era una necesidad, física pero al fin necesidad), salía de su oficina lentamente, tomaba el ascensor como de costumbre, pero ese día discrepó en algo en vez de dirigirse a tomar su almuerzo a la misma soducha (Fonda, Soda, Restaurante de muy baja categoría, todo depende donde estemos) de siempre, decidió invitar a la bella chica que trabajaba como secretaria en el primer piso, salió convencido del ascensor, pero luego a su decisión le paso lo que a las bolas de nieve pero al revés, para usar una definición que el mismo le dio al incidente, aunque en realidad no sabía si eso pasaba en la vida real, pues el solo lo había visto en caricaturas, cuando una bola de nieve pequeñita se echaba a rodar colina abajo haciéndose cada vez más grande, pues eso le pasó a la decisión de Jose pero al revés como decía él, la dejó perdida en los dieciocho metros que separaban los ascensores de la recepción, y encontró más fácil esconder sus ansias y escapar por la gran puerta de cristal que comunicaba a la calle, y caminó rápidamente entre la multitud como si se quisiera perder entre ella (conducta muy normal entre nuestra sociedad sociológicamente hablando, pensaba Jose) y como de costumbre terminó en la misma mesa de siempre y como era predecible comiendo lo mismo[...]

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1 Comments:

  • Una historia muy creíble, por que a pesar de lo liberal de la sociedad actual, aún existen muchos José y otros Jose que caminan en estas calles y entre oficinas.
    Gracias por compartir la historia.

    By Blogger González Luis , at 3:09 p. m.  

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